Si hay un tema que cruza transversalmente la política española es el de los nacionalismos periféricos, aquellos que eran regionalismos, después nacionalismos y evidentemente han acabado por propugnar abiertamente el independentismo.
En política, como en todo, no suele haber elementos grabados en mármol, inmóviles ante el paso de los siglos. Más bien se trata de tendencias, hay tendencias centrífugas, es decir, que tienden hacia la desintegración de un proyecto político y tendencias centrípetas, que tienden hacia la construcción o consolidación de un proyecto político unitario. Dentro de estas tendencias, que siempre son de largo recorrido, encontramos puntos culmen, momentos claves o decisivos, pero lo importante es saber comprender la tendencia. Porque el cortoplacismo, créanme, juega malas pasadas.
Todo proyecto político que se base en un laissez faire, dejar hacer, a los regionalismos lleva dentro la propia semilla de su disolución. Porque no hay un elemento político más útil, ni que cohesione más un grupo que enfrentarlo a otro, al gran malvado, aquel al que culpamos de todas las penurias del propio grupo. España nos roba, ya saben ustedes.
Es difícilmente entendible como el PSOE de Felipe González prefirió pactar con Pujol y el nacionalismo catalán en lugar de con los comunistas. Esta lectura táctica, cortoplacista, ilusa, en la que priorizas no dar cabida en el gobierno a una fuerza de ámbito estatal para darle concesiones a una fuerza, que si bien no pedía la independencia, ya tenía todos los mecanismos preparados para llegar a ese punto en algún momento.
No sólo el PSOE de González, todos los gobiernos se han entendido activa o pasivamente con los nacionalismos periféricos, esos cuya existencia se basa únicamente en la confrontación frente a España y en la creación de independentistas mediante la educación politizada y los medios de comunicación (¡Públicos!).
Esta realidad ha marcado todo el trayecto del régimen del 78 y ha explotado a la misma vez que el propio régimen, por una causa sencilla, porque era insostenible.
Todo esto, que podemos entenderlo como una rápida lectura de la historia política española más contemporánea no es ni si quiera la raíz de este artículo. Lo es la crítica a la defensa que desde partidos que se encuadran en el margen izquierdo del tablero político se hace de eso que llaman el derecho a decidir.
No hay una posición más de derechas que apoyar las pretensiones de los partidos nacionalistas sobre una consulta o derecho a decidir. Cataluña tiene derecho a decidir, ¿Basado en qué? ¿En las tradiciones feudovasalláticas? ¿Basado en eso que llaman el hecho diferencial? ¿Estamos hablando de que los ciudadanos de Cataluña tienen unos derechos especiales al resto de España en tanto que ciudadanos de Cataluña?
¿Es el ciudadano vasco o catalán más digno o mejor que el extremeño?
Por no hablar de esa falsedad histórica de contraponer a España con Cataluña o el País vasco. España no es Castilla, es España. Y España sin Cataluña no sería España, pues Cataluña es tan parte de España como Andalucía o cualquier otra comunidad. La falsedad dialéctica de la que parten los independentistas y que asume la izquierda postmoderna es una peligrosa asunción de una falsedad histórica.
Conviene recordar que si la izquierda ha defendido algo a lo largo de la historia es la igualdad de derechos políticos de las personas independientemente de si son hombres o mujeres, de su renta, de su condición sexual, de su país de origen, de su credo religioso, de su raza. Eso es la izquierda.
En la España del siglo XXI desde la izquierda (parlamentaria) se defiende que existe un hecho diferencial, unos ciudadanos con más derechos que otros, unas zonas que son especiales y especiales por sus fueros medievales o sus tradiciones. En fin, no puedo encontrar una explicación más rancia, más injusta, más antidemocrática y más de derechas (en tanto que desigualdad política) que esta.
Pero no quiero dejar este artículo en una simple denuncia de la incongruencia de aquellos que se entienden de izquierdas pero que unen su actividad política a la desigualdad política. Quiero dar una explicación a este fenómeno. Decía Alfonso Guerra en la transición que los restos del franquismo iban a durar en España 50 o 100 años todavía y creo que tenía bastante razón. El franquismo partía de una lectura de la historia en la cual había españoles y antiespañoles. Para ello construyeron y tergiversaron la historia de España para adaptarla a esta idea de la verdadera España luchando contra los que quieren disolver a España.
Este mecanismo puramente orweliano de reescribir la historia para adaptarla a la política del momento que vemos desarrollado con maestría en 1984 tuvo un inconveniente muy grave y es, que la propia izquierda postfranquista asumió esta historia de España falsa. Si el franquismo hizo algo fue ponerle una camisa azul al cid campeador y hacer franquistas a personajes históricos que nada tenían que ver con el régimen.
Cuando la izquierda compró esta lectura franquista de la historia de España paradójicamente asumió que todo lo que le sonaba a España le sonaba a franquista. Esto sólo puede ser entendido bajo unas dosis de ideología nada saludables. Y por eso nos encontramos con momentos tan ridículos como no pronunciar la palabra España si no Estado español, siendo tanto más peligroso como ridículo.
Al partir de esta idea maniquea y desde todo punto errónea esta izquierda artificial y artificiosa asume que la defensa de los intereses de los nacionalismos periféricos en su intento de disolución de España como nación corresponde a los intereses de la propia izquierda. ¡Nada más lejos de la realidad! En mi anterior artículo ya hablé sobre la necesidad de que en España todos los ciudadanos tuviesen las mismas oportunidades independientemente del lugar que ocupen en la geografía española, ahora se trata de que todos tengan los mismo derechos. Y eso, señores lectores, es ser de izquierdas.