Desde el principio de los tiempos, el hombre a través de la contemplación de todo lo que acontecía a su alrededor ha tratado de explicar los muchos interrogantes que son inherentes a su propia esencia como de ser humano: ¿cómo empezó todo? ¿Cómo y por qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Hacia dónde vamos? ¿Quiénes somos? Éstos y otros interrogantes surgen de la necesidad que tiene el ser humano por aclarar los fenómenos que suceden en su plano existencial, ya que, el hombre es el único ser que se pregunta sobre la realidad e interactúa para cambiar las cosas.
En la explicación de los fenómenos, sus causas y sus consecuencias, el ser humano ha encontrado en la religión, la ciencia y la filosofía diferentes caminos a través de los cuales hallar respuestas. Tanto la filosofía como la religión son disciplinas totalizantes, esto es, un planteamiento filosófico concreto o una religión establecen una cosmovisión completa, integrando tanto la ética como la política junto al conocimiento y otros saberes, en el caso de la religión las realidades temporales con las eternas, lo humano y lo divino. Es por esto que, los pueblos que han surgido en el planeta se han constituido todos en base a una cosmovisión concreta, por así decirlo, no ha existido nunca una civilización sin su religión, porque ésta aparte de unir y vincular comportamientos con creencias, también ha reportado un cauce cultural de expresión y de vida, ad intra y ad extra, marcando así las formas de relación tanto con la divinidad, como entre iguales y hacia otros pueblos con otras creencias distintas.
Podría decirse que al igual que la filosofía en origen integraba a la ciencia, la religión integraba al derecho, ya que toda comunidad política era sobretodo religiosa, el fundamento de sus leyes o las normas por las que se regía la comunidad, la polis, era un corpus religioso. Desde el código de Hammurabi, pasando por la Torá y el Talmud o la Biblia, todos y cada uno de ellos contenían preceptos éticos, jurídicos y morales. Así visto, las realidades temporales tenían que guardar un orden, ya que el fundamento de la norma no era el derecho en sí sino la adecuación a lo que había prescrito la divinidad; esto con el desarrollo de los años daría lugar a las tesis sobre el derecho natural (por encima de las leyes que establecen los Estados o los imperios, existe una ley natural o conjunto de ellas, cuya validez no depende de las decisiones humanas sino que responden a la naturaleza de las cosas, a Dios como legislador universal y la razón), junto con la idea de que existen principios eternos y universales de moralidad (derecho natural), que dichos principios son cognoscibles (mediante la fe, la razón y la intuición) y sólo se puede considerar auténtico derecho a aquellas leyes (humanas) que no contradicen el Derecho Natural.
A lo largo de la historia, la religión iba a conformar un poder en sí misma y es que en el pasado era el fundamento de la cosmovisión de toda civilización, por tanto, el poder temporal iba a tratar de acomodarse a la concepción religiosa para gobernar sus territorios y asociar su mandato con el visto bueno de los valores imperantes. Esta relación entre el poder político y la religión provocaría todo tipo coyunturas, mezclándose así, lo humano y lo divino.
Sin embargo, no todas las épocas iba a ser tan tolerantes, así la Ilustración iba a confrontar con el mundo religioso al desplazar “lo divino” a un segundo plano, al considerarlo fruto de la superstición y la ignorancia, fomentando un movimiento científico e intelectual de corte laico, aunque también fomentaría una religión sin Dios, un deísmo a través del cual regir a la sociedad sin la influencia de moralistas; sin olvidar el peso del protestantismo como eje liberalizador del cristianismo, al relativizar y hasta rechazar los dogmas al entronizar la libertad como principio rector de la vida. A la Ilustración le sucedió la revolución francesa, el periodo revolucionario no hizo sino ahondar en el conflicto político-religioso al pretender superponer al segundo bajo la voluntad popular. La superposición del poder espiritual (la Iglesia) a manos del poder temporal aconteció de manera simbólica en la catedral de Notre Dame, en Noviembre de 1807, cuando Napoleón se coronó a sí mismo, ante la atenta mirada del Papa Pío VII, como emperador. Decir que, la tradición imponía que era el Papa como representante de Dios en la tierra quien coronaba y nombraba a los gobernantes (hablo del rito, no de la elección), al estar el poder terrenal por debajo del celeste.
Luego llegaría el constitucionalismo y el modernismo, etapas donde el poder se vincularía al derecho y en el que las religiones serían consideradas como un vestigio del Antiguo Régimen, algo a superar. A través de la famosa metáfora de Nietzsche “Dios ha muerto” se inspira toda una época en la que se rechazan los valores morales que refieren a principios absolutos, se buscan otros valores que fundamenten los nuevos tiempos; sin embargo, tal y como Francisco de Goya aventuraría en un grabado “el sueño de la razón produce monstruos” y es que, tomando como referencia al filósofo alemán, en dicho país surgiría un sistema de gobierno legalista, racionalista y ateo que alejado de los principios morales, la ley natural y cualquier alusión trascedente de justicia divina, emprendería toda una carrera de violación de libertades y exterminio de vidas humanas, amparado en todo momento conforme al sistema legal que ellos mismos se habían dotado.
Fruto de este derecho formalista que en ningún modo atendía a razones de justicia o moralidad, se llevaron a cabo todo tipo de barbaridades en nombre de la Ley (ej: el sistema legal nazi no consideraba a los judíos como personas, por lo que su asesinato no constituía delito). La perversión de la legalidad traería de vuelta al iusnaturalismo y a las religiones, no como poder en sí mismas sino como jueces de la moral, del comportamiento de los Estados.
En la época actual, circunscrita en lo que se etiqueta culturalmente como posmodernismo, las relaciones entre el poder político y el religioso se llevan a cabo a través de legislaciones, nacionales e internacionales, en las que se establecen los cauces de interacción de los diferentes órdenes (educativo, económico, lugares de culto, etc) que afectan a los creyentes y las confesiones religiosas, en cuanto que, un creyente es a la vez ciudadano de un Estado.
Pero los Estados modernos poco o nada tienen que ver con aquellos reinos en los que se amoldaba la legislación de entonces conforme al mandato divino. Hoy día ha triunfado la democracia que es un sistema de gobierno. Todo sistema de gobierno de seres humanos, sea democrático o no, es un sistema político; la política es la organización del poder, es decir, la administración de la libertad en un Estado, en relación con los miembros de ese Estado o con otros Estados. Se aprecia así, que la nota común es la horizontalidad, mientras que en la religión el eje es vertical, porque vincula el poder civil con el divino. En las democracias, el poder emana de la voluntad popular, esto es, la mayoría impone su ley.
Esta organización del poder político, la administración de la libertad del Estado y con otros Estados se denomina democracia, pero las cosas no vienen determinadas por su nombre o su lenguaje sino por su esencia, así que, convengamos que la democracia en sí no es nada, que necesita unos valores y unos principios para que “lo democrático” sea efectivo. Y ¿qué principios avalan a la democracia? Pues aquellos que decidan la mayoría, ya que, bajo este sistema de gobierno no se premia a los mejores, ni a los más sabios, la voz cantante depende exclusivamente del número, es decir, en las democracias prima la cantidad sobre la calidad; no importa tanto que se adopten propuestas justas sino que lo fundamental es que sean adoptadas por la mayoría.
Evidentemente, esto supone una relación de conflicto con la religión, ya que el criterio cuantitativo no es fundamento de moralidad (un comportamiento inmoral practicado en masa no deja de ser malo para convertirse en bueno), también hay que añadir que fruto de las etapas previas (ilustración y modernismo sobretodo) se mantiene el desprecio a “lo religioso” como afrenta a la tradición cultural que comporta (aquella que nos habla de moralidad, de autoridad, valores tradicionales, de justicia, etc) toda vez que, el modernismo se caracteriza por reducir la existencia humana a pura experiencia material, banal y de silenciar cualquier aspiración nostálgica de trascendencia, de ahí que se promueva la indiferencia religiosa, el relativismo o el secularismo.
¿Cuál es el fundamento de la democracia? La ley (el imperio de la ley, en cuanto que emana de la voluntad popular) y ésta no se rige por el derecho natural sino por la concepción formalista del derecho, aquella en la que no persigue la justicia sino que tan sólo busca que las normas sean válidas. Las democracias entronizan a Kelsen y su teoría de la pirámide normativa, una pirámide que al igual que las religiones establecen un marco jerárquico pero su fundamento no es Dios ni la ley natural sino que sea dada por el órgano competente siguiendo el procedimiento legalmente establecido. Es decir, la carga axiológica de las leyes vendrán establecidas por las ideologías de sus gobernantes o de los organismos internacionales o supranacionales que a través de tratados y otras legislaciones establezcan sus normas vinculantes.
En ese contexto, difícilmente las religiones pueden dejarse oír, viviendo en un ambiente asfixiado por normas y procedimientos, armonizado mediante ideologías (recordemos que las religiones no tergiversan la realidad, las ideologías sí). Pero aún así subsisten, a través de mecanismos tales como “la objeción de conciencia” que viene a ser un espacio donde el Estado acepta que los creyentes de una religión (con la que previamente guardan algún tipo de acuerdo legal) puedan dar prioridad a sus creencias religiosas por delante de las creencias estatales (creencias estatales son las leyes del Estado a través de las cuales se regulan propuestas ideológicas en una dirección concreta o buscando un resultado determinado) siempre que exista conflicto, así por ejemplo, por medio de la objeción de conciencia se podía realizar en España el servicio sustitutorio de la Mili (servicio militar obligatorio) cuando estuvo vigente, o también la ley del aborto permitía a los profesionales católicos (personal médico) para no llevar a cabo tales intervenciones contrarias a sus creencias religiosas. Si bien últimamente, el gobierno actual, más beligerante con la religión cristiana está buscando la forma de anular este derecho individual (la objeción de conciencia) para que sus leyes ideológicas no encuentren ningún límite, así el derecho de la mujer a interrumpir voluntariamente su embarazo, previsto en la ley 2/2010 de salud sexual y reproductiva encuentra en los objetores un obstáculo para realizarse, algo que se pretende evitar.
Otro mecanismo de supervivencia de las religiones en las democracias son los llamados concordatos o acuerdos entre las confesiones religiosas y los Estados; en el caso de España, la Iglesia católica celebró a cabo pactos con rango de tratado internacional, materializándose las relaciones de cooperación a las que se aluden en el artículo 16.3 de la Constitución española, por ser la religión tradicional del país, la que forma parte de su historia. Acuerdos aceptados como válidos por el Tribunal Constitucional y totalmente integrados en la legalidad española.
Claro que, la supervivencia estaría garantizada si la Iglesia o la religión de turno fuera dócil al poder político, en ese caso perviviría como una institución más, avalaría sus tesis y propuestas, las difundiría y justificaría sus actos. ¿Debe la Iglesia o una confesión religiosa subvertir su esencia para convertirse en una extensión más del Estado o del gobierno? Parece que lejos de considerar a la democracia como un sistema de gobierno justo sería un sistema de gobierno tiránico, ya que, no permite opinión en contra. Esto mismo lo advirtió en su día Platón, el filósofo griego identificaba a la democracia como un sistema de gobierno corrupto que desembocaba siempre en tiranía.
El Estado español a través de movimientos laicistas que forman parte de su estructura acusan a la Iglesia de inmiscuirse en la política y para ello siempre citan el siguiente pasaje bíblico: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” Arrojemos luz, lo propio del César son las cuestiones terrenales, las de naturaleza temporal. Sin embargo, no corresponde al César los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana. Es decir, niegan a la Iglesia la libertad de enjuiciar la moralidad de sus actuaciones temporales y los fundamentos éticos del orden temporal. ¿Quién invade a quién? Ellos.
Lo que pretenden es que nadie los enjuicie, que la Iglesia se ajuste a lo que establece el poder político, y no, por ahí no.
Porque transitar ese camino conlleva a justificar el pensamiento único, a subvertir la justicia y el orden natural en beneficio de una tiranía legalicista y relativista que anula todo juicio moral para no tener mala conciencia con las iniquidades que puede llevar a cabo; la democracia no quiere a nadie que le recuerde lo que está bien y lo que está mal, por eso, tal y como decía Platón, la democracia deriva en tiranía, se considera a sí misma como fundamento de moralidad, juez y parte. Anula cualquier tipo de racionalidad ética al pretender identificar el voto de la mayoría como “lo justo” de ahí que en España hayamos pasado en poco tiempo de considerar al aborto como un delito a convertirlo en un derecho, sin más fundamento que la aritmética parlamentaria.
Todo parece indicar que no hemos aprendido ninguna lección de la historia.