Por fin termina un año que pasará a la historia como uno de los más nefastos.
2021 empieza con las campañas de vacunación masiva que se supone nos tienen que devolver la normalidad, si es que este país alguna vez fue normal.
A lo largo de este 2020 todos nos hemos convertido en expertos en salud pública, virus y pandemias. Todo ello acompañado de un extenso vocabulario que muchos ya manejan con soltura. Es abrir cualquier red social y vemos gente hablar como si fueran doctores en temas tan diversos como políticas sanitarias o derecho constitucional. A veces me quedo pasmado de ver la firmeza con la que algunos afirman auténticas burradas. Sin el menor atisbo de duda. Eso suele ser una buena señal para reconocer a un necio.
Los primeros que actúan como pollos sin cabeza son las autoridades, a menudo contradiciendo sus propias palabras varias veces a lo largo del tiempo. Yo no sé a vosotros, pero a mí en todo momento me ha dado la terrible impresión de que se limitaban a improvisar dentro del pequeño margen que tienen. Y todo esto sin perder por ello un ápice de su arrogancia.
La ciencia es prudente y mide sus palabras con mucho cuidado, justo lo contrario de lo que pasa cuando la ignoramos. Con la Covid es como si nos hubiéramos vuelto locos con la sobredosis de información. Me parece que si pensáramos más y habláramos menos, si dudáramos más y tuviéramos menos certezas, tanto mejor nos iría a todos. La regeneración de la sociedad occidental lo requiere de forma imperativa.
Empieza a no ser divertido vivir entre conspiranoicos y sabelotodos, sobre todo cuando ambos tienen un enorme sesgo de confirmación y nula capacidad autocrítica. El fin de el mundo se me está haciendo largo y pesado, sin duda me parece preferible un apocalipsis zombie o un meteorito a un colapso fruto de la estupidificación de la sociedad.