“Cuando el Gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1793)
La actual crisis sanitaria mundial, con todo el tenor de gravedad que implica comentar en consecuencia sin los riesgos al desatino por lo impredecible de su decurso, nos ha planteado una dicotomía riesgosa en casi igual proporción al riesgo físico que ésta representa: elegir entre libertad o seguridad. Pues si hay algo que la covid-19 ha sabido implantar a más del terror sanitario, fue el terror emanado desde gobiernos con rémoras de autoritarismo y desmedido ejercicio de la coacción.
Ahora bien, desde este pacto social –que se mueve entre el silencio de un vacío legal no contractual- ¿Cuál es el límite de la fuerza coercitiva? ¿El pueblo ha legitimado realmente las medidas de “seguridad” dispuestas por recetas de la hoy cuestionable OMS? Los registros de diversas manifestaciones se han encargado de responder a estas preguntas con hechos y símbolos, pues la libertad cohesiona en el pueblo aún por encima de la vida misma, supuestamente defendida desde la frágil coraza de la seguridad, porque ¿qué vida servirá desde la reclusión forzosa? ¿Será digno vivir dentro de este nuevo concepto de “normalidad” que presume al otro como el enemigo? Máxime de que hasta el día de hoy no se reconocen certeramente los resultados del confinamiento absoluto, salvo para la reproducción de trastornos mentales por causa de un shock continuo y tirano desde gobiernos en componendas con los medios de comunicación, ya dicho antes, nostálgicos de autoritarismo.
La esencia de la vida humana está en la libertad, en aquel acto de comunicarse, pensar, creer y moverse de un lado a otro por determinación de su voluntad, y toda persona desposeída de estas facultades queda equiparada con un animal o un objeto. Si pensamos desde los horizontes de este axioma, vemos que desde inicios de año el sujeto de derechos y obligaciones ha sido sujetado, llevando una existencia abrumada en sus posibilidades de hacer y hacerse, y sometida a más de su libertad a la obligación de pagar préstamos cuantiosos para salvaguardar su seguridad o, si quisiéramos pensar desde la industrial falacia de los gobiernos, para “salvaguardar su vida”.
Tampoco se me malentienda: la libertad no supone hacer todo cuanto el individuo desee por hacer, puesto que la coexistencia con el otro lo condiciona a limitar su actividad hasta la frontera de la vida de este tercero. Valiéndose de este principio, los gobiernos han sabido desplegar del modo más ruin ensayos casi bélicos en contra del ciudadano a quien se lo presume como portador (o culpable) sin cerciorarse realmente de ello. Nunca antes hemos estado tan orillados al más cercano límite de las tierras del fascismo, y fue precisamente la seguridad el ardid perfecto para llegar hasta allí.
El hombre no existe para el servicio del Estado, sino éste para el servicio del hombre. Y bien Grocio lo anticipaba: “Si los soberanos ordenan algo contrario al Derecho Natural, no es necesario acatar sus órdenes”. Acatar por el temor como razón fundamental de la postergación de nuestros derechos debe ser más que condenado, a más de la no bien definida peligrosidad de un virus que puede ser combatido desde medidas de distanciamiento e higiene, sin la necesidad de suspender toda la dinámica productiva y social con todas las consecuencias nubarrosas que podrán acarrear en poco tiempo.
“¿Nos será lícito permanecer indiferentes entre la ley que ordena el mal y la moral que lo prohíbe? Forzoso es examinar si los males probables de la obediencia son menores que los males probables de la desobediencia” reflexionaba el filósofo Jeremy Bentham, de quien nos valemos para pensar sobre las consecuencias de acatar o protestar contra aquella fuerza legislativa que nos suprime, sobre aquel “estado de excepción” desplegado con tanquetas y fusiles en las calles que tenía bien identificado al enemigo: el mismo ciudadano que sostiene toda aquella aquella estructura que lo apuntaba con las armas que él mismo se encargó de financiar. Nada más paradójico.
En medio de todas estas reflexiones hay una realidad que se nos dispone evidente: el individuo es celoso de su libertad y contundente contra quien pretenda injustamente arrebatársela, y es en estos términos donde reverdecen el legítimo derecho de la insurrección y de la resistencia a la opresión, del llamado a la desobediencia civil de un pueblo que en este año ha sido anegado y lacerado en su natural derecho a la libertad. Vim vi repellere licet.
Lo que tenemos por ventajoso es que aún estamos a tiempo. Los momentos en donde el miedo y la autoridad se coludieron para intentar recluir al individuo han pasado por ahora, pero no debemos bajar la guardia quienes deseamos llevar el concepto de libertad hasta sus últimas consecuencias; nosotros quienes defendemos el legítimo derecho de disponer de la propiedad de nuestros cuerpos, de continuar en la conquista y defensa de nuestros sagrados derechos individuales contra, como reza una canción, los eternizadores de dioses del ocaso.