“Las horas han perdido su reloj…” – Vicente Huidobro
En el café del barrio, un reloj de pared vibra al son del movimiento de sus finísimas manecillas. Los sonidos son casi imperceptibles y la atmósfera taciturna del café impopular amplifica el sonido del monótono tic tac. En el frontispicio del café tampoco había algarabía. Los sonidos de la urbe habían cesado súbitamente. Unos transeúntes deciden ingresar al recinto.
Un hombre de edad con orejas gachas de soplillo se dirigió a los comensales con voz mohína, era el mesero. Éste se puso a disposición de los caballeros. El más joven de los hombres pidió dos expresos. Sentáronse en la barra del café y el ruido de sus cucharas golpeando las frágiles y antiquísimas tazas de porcelana quebraron la delicada taciturnidad del local. El joven sacó de su talega una apolillada versión del Mercader de Venecia de Shakespeare y apuntando al resquebrajado libro se dirigió a su acompañante:
– Detrás de lo ornamentado se ocultan infinitas insidias, lo atractivo del local es su austeridad. Recuerdo uno de sus poemas. El pergamino inserto en los mustios ojos del cráneo podrido. Hay un adagio popular que sintetiza el poema: “No todo lo que brilla ha de ser de oro”. En justicia ¿qué argumento hay tan corroído que sazonado con voz meliflua, no oculte aún más la apariencia del mal? En religión, ¿qué monstruosidad no es pasible de ser embozada bajo la bendición de un generoso clérigo? Lo bueno como cualidad no se encuentra en la superficie, sino en la naturaleza de las cosas. Como mencioné: los atavíos son como las pérfidas costas del frío Mar de Haces.
El relato narrado da en qué pensar. Es una suerte de proemio para lo que sigue. En tiempos de posverdad ¿cómo hacer que prevalezca la ilusión de conformar un sistema de valores que ponga de manifiesto la relevancia del ser sobre la irrisoria coraza que nos ornamenta por fuera?
– Hoy en día el contenido se ha desvalorizado. La apariencia avanza en posición erecta como un tribuno militar que marcha con pompas a su patria después de haber colonizado un territorio libre. – dijo el joven saboreando su café – Basta con salir a la calle y observar los eventos cotidianos. La causa de la primacía de la apariencia frente al ser es la mentada crisis de la verdad. La crisis afianza aún más la hegemonía de las estructuras; y las estructuras tienen una finalidad invisible al ojo público. El fin objetivo del poder cuando se cristaliza, constituye el resultado de la acción coordinada de una estructura performativa y de una estructura de respaldo. Si el poder logra normalizar la decadencia es porque hay un entramado en el orden de formas; hay una retahíla de comportamientos que logran afianzar el patrón conductual a los efectos de dar rigor o hasta si se quiere “legitimar”.
– Es así. – replicó su interlocutor – La fatídica situación se nos presenta de la siguiente forma: Por un lado se asoman incrédulos y desafiantes los eternizadores de los dioses del ocaso. Vociferan exaltados que la panacea consiste en definir un sistema ontológico completo que dé cuenta que la tradición es y será la única vía por la cual el sinsonte extraviado entre tantos melodiosos trinos encontrará su dulce nido. En las antípodas de la postura reaccionaria, detrás de las barricadas se oculta otro bando. Su horizonte de orientación tiene un toque radical. Despotrican a diestra y siniestra y no vislumbran una alternativa distinta al cambio copernicano. Cada sendero renovador de la vida cotidiana busca con vehemencia, la imposición de la propia concepción. Se configuran espesuras discursivas con fines persuasivos hasta que se logra domesticar el cúmulo de individualidades de manera tal a que la realidad ostensible se convierte en un reflejo del pensamiento de quienes impulsaron la revolución. En la era de la posverdad ambos bandos están en lo correcto.
La desestabilización de la noción de verdad (como adecuación entre lo declarado líricamente y lo ocurrido efectivamente) propició el nacimiento de un nocivo relativismo absoluto. Una vez fortalecido el sujeto-intérprete la hermenéutica se torna en algo trivial. ¿Cuánta gente consume arte en comparación a los que consumen industria cultural creyendo que consumen arte?
El proyecto de la ilustración ha fracasado y la cosmovisión dominante se apoderó de la dimensión creativa previa a la producción misma. El agente creador se subordina al discurso productivo midiendo siempre su tiempo de un modo utilitario y pensando que el plus-trabajo lo hará soberano. En una sociedad de mercado la unidad común de valor para determinar la moralidad de un acto es la utilidad; vale más una persona atestada de bellos atavíos que el bien inmaterial que conforma su alma. ¿Acaso es válida ésta postura? ¿Cómo construir un sujeto moral más humano? ¿Podemos escindir el ser del deber ser y dar rienda suelta a todas las verdades sobrevenidas a causa de la crisis de la verdad? El dejo de amargura de aquel famoso tanguero no le roba un ápice de verdad a la crisis:
“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante sabio, chorro, generoso o estafador, todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor.”
– El hecho de que no existan verdades sujetas a un criterio realista de verificación tendría que haber intensificado la experiencia de vivir en un mundo que no es precisamente ni verdadero, ni falso. Paradójicamente, ocurre todo lo contrario. – dijo el más joven – La consolidación de la oposición a ciertos cánones trajo consigo un siglo repleto de discursos de odio. Un “artista” deja caer un cincel bañado en acuarela sobre un lienzo blanquecino, observa con orgullo la deformada mancha que se formó y pontifica ser el Velázquez de la posmodernidad. Cualquier histrión conquista multitudes y cualquier verdad es merecedora de respeto.
Llegó a ser la discriminación una facultad positiva. Permitió alguna vez distinguir lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto. Hoy en día la discriminación en estos términos es un símbolo de intolerancia. Una obra no debe ser necesariamente el resultado de una destreza técnica llevada a su punto culminante. En líneas generales ésta vorágine proviene de la crisis de las nociones verdaderas. Una crisis que engloba todos los problemas descritos: desde la prevalencia del tener antes que el ser hasta la distorsión deliberada de la realidad a fin de modelar la opinión pública (posverdad).
Reanudemos las interrogantes planteadas con anterioridad. Karl Popper formuló con lucidez la paradoja de la tolerancia. La paradoja propugna que si un grupo social es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante al fin y al cabo será reducida por los intolerantes. El filósofo austriaco concluyó que, aunque suene contradictorio, para mantener una sociedad tolerante el colectivo tiene que ser intolerante con todo aquello que invoque la propia intolerancia. A criterio de muchos el bien supremo que debe ser tutelado con irrestricto respeto es el de la vida. La vida como una máxima que puede ser universalizada sin contradicciones. En teoría muchas de las ideologías políticas sostienen éste principio y terminan en el brocal de las oscuras tinieblas. Siguiendo a Popper la cuestión pasa por evitar que prosperen las ideologías que están claramente en las antesalas de la decadencia. Nuestro trabajo debe orientarse a buscar la modificación poética de la historia, sin dejar de observar bajo la lupa de la crítica reflexiva nuestra propia epistemología. Esa crítica reflexiva que constituye una forma de acción que permite analizar las relaciones sociales inducidas por procesos de dominación. Vale formular la pregunta nietzscheana: ¿A qué moral deberían responder nuestros actos ?
A una moral que sepa discriminar lo humanizante de lo deshumanizante; y como el movimiento histórico no se subordina a las disposiciones de la divina providencia, desplegar acciones humanas debe ser una cuestión prioritaria. La acción del hombre modela el decurso de los tiempos. Somos la maza que golpea incesantemente la cantera de la cual se extraen pesadas ideas que tienen la virtualidad de impulsar cambios y transformaciones. Kant decía que la razón moral condena el conflicto bélico y convierte la paz en un deber. No existe fuerza comparada a ésta noble ambición. ¿Preclara aspiración? Tenemos una noción común de lo alto, de lo bajo, nadie desea ser privado de hablar, ver o reír. Sufrimos cuando nos segregan. El Bardo de Avon lo refrendó diciendo que todos estamos hechos de la sustancia con la cual se trenzan los sueños. Hay una semejanza esencial y una concepción universal acerca de la constricción. La libertad es de todos o es de nadie.
Después de haber escuchado con atención el monólogo del joven. Agregó con desazón su compañero:
– A pesar de que el hombre se hunde cada vez más en las entrañas insondables del vórtice que con tanta meticulosidad describiste; pese a que el torbellino de la posverdad ha arrancado de raíz todo aquello que fue alguna vez digno de confianza. Hay que tener esperanza. La felicidad colectiva es como la luna. En el ocaso de ayer la madre empezó a ascender como una vigorosa herbácea en un yermo palpitante. Es tierra inaccesible. Tengo la firme convicción de que allí se puede vivir en parsimonia, en un sempiterno crepúsculo. Su intangibilidad es aún inalcanzable. Pero quién sabe si el día de mañana, con los avances de la Gaya Ciencia, cualquier persona común y silvestre podrá arribar y levantar allí su aposento. El campo de lo pensable se amplía a medida que cambian los paradigmas. Hoy resulta impensable, mañana quizás no. La cuestión está en precisar lo mejor posible aquello que ensalce la semejanza esencial que todos compartimos, pues somos congéneres que habitan en el mismo recinto.
El ocaso se acercaba, y un vestigio de luz alumbró el pálido semblante del más joven de los hombres; su interlocutor continuó:
– Ningún vendaval es provechoso para el qué no sabe a qué puerto se dirige su pequeña embarcación. Urge construir un faro. Un faro que ilumine con la luz del sentido los oscuros vericuetos de la vida pura y simple. Formulaste una lapidaria pregunta: «En justicia ¿qué argumento hay tan corroído que sazonado con voz meliflua, no oculte aún más la apariencia del mal?». Soy justiciable, y nunca me había azuzado tanto una interrogante. ¿Afecta al derecho la crisis de la verdad?
– La pregunta se responde por sí sola. Un jurista italiano habló alguna vez de «L’età dei diritti». La edad de los derechos. Las condiciones instrumentales para que cada quien logre su plena realización están expresamente estipuladas en el documento fundacional. Sin embargo, salimos y vemos situaciones trágicas propias de un realismo mágico; vemos la imagen de una sociedad dicotómica profundamente diferenciada en castas.
Suspiró y prosiguió:
– Alguna vez la cosa pasó por determinar, si el hecho de que una norma jurídica conjure una conducta, es por sí sólo, una razón moral válida para acatar la ley. Nunca como en nuestra época han existido tanta conciencia acerca de la dignidad humana y paradójicamente, inmensurables afrentas. Cada norma debe coincidir con un precepto moral y el texto coincide pero ¿quiénes aplican la ley? En democracias maquilladas son tiranos, hay honrosas excepciones que confirman la regla. En plena crisis deambulan sin un horizonte de justicia real. Por dádivas son capaces de vociferar denuestos a un niño indefenso. Referirse a la dignidad irrestricta sin un ápice de justicia material es una gran equivocación que beneficia solamente a los propulsores de la demagogia. Ahí vamos de nuevo. La era de la posverdad. En repúblicas de papel, los derechos quedaron de hecho, subyugados a la hegemonía de la utilidad.
Levantáronse del café los hombres, pagaron la cuenta y regresaron lentamente al mundo real. La calle seguía vacía.
Christian Roig González