Últimamente por estos lares virtuales, y por muchos otros más tangibles, se plantea la dicotomía entre libertad y seguridad, en especial, a raíz de la actual pandemia. Sin más ambages, lanzo a bocajarro mi hipótesis: la elección es una falacia que nos hace ilusionarnos que poseemos ambas, o al menos una u otra, y que podemos a capricho modificar su cuantía. Nada más falso, puesto que de ambas carecemos. Soltado esto a quién interese continúe y a quién no dispensado queda para continuar sus onanistas ilusiones, de forma metafórica se entiende.
Permítame el amable lector que aún perdure, este trato bronco que le propino, más otro no puedo brindar si deseo ser sincero. Piense en mi descargo que mi psicólogo, si pensará que tal oficio sirve para algo y acudiera a él, me recomendó que debo minusvalorarme y ser critico conmigo mismo en valor del número primo más pequeño restando la unidad, y con respecto a la sociedad en similar cifra haciendo de divisor de otra natural, y con aquel que me escuche, dependiendo el día, en el valor de multiplicar la primera con la segunda. No espero que el amable lector lo entienda.
Aclarado o confundido esto, pasemos a la premisa principal defendida. Comencemos entonces con la libertad, bella palabra de poetas, románticos y de asesinos presos. Cualquiera que reflexiones, hasta alguien víctima de la terrible LOGSE y sus secuelas, vera que todos carecemos de libertades naturales. Desconocemos casi todo del universo, no podemos viajar por él, ni por su tiempo pasado, ni futuro, todos sus límites nos muestran nuestra enorme insignificancia. Obviamente la ciencia vence algunos, algunas veces, pero nada nos humilla más que está falta de libertad que nos permite al más necio ver el tiempo de Bangkok esta mañana y a los mayores genios de la Atenas clásica desconocer cuál era unos kilómetros más allá en la propia Hélade. En fin, poco menos que fortuna la sociedad y el tiempo nacido y poco que ver con la elección individual o eso que aquí hablamos como libertad.
Qué mayor negación de libertad el no poder elegir dónde y cuándo nacer, y normalmente mucho menos cuándo y cómo morir.
No hablaré aquí y ahora de eso que algunos llaman cambio de sexo, y que es una mera mutilación genital —¿Qué harán con tanta criadilla ahora que el hambre es un problema mundial y la ONU recomienda la alimentación entomológica?— junto a una brutal y continua inyección hormonal.
Mas aprovecharé, como cocodrilo de Pisuerga por la, dicen, conservadora ciudad de Valladolid, para señalar que si los marxistas señalan que se ha de luchar contra el desigual acceso a los recursos y los freudianos que es el sexo el condicionante por excelencia de la psique humana. Qué mayor injusticia, y falta de libertad, que el desigual acceso a la sexualidad: guapos y feos; jóvenes y viejos; hombres, mujeres, machotes y plumas en una y otra época y sociedad.
Mas dejemos todas esas libertades inalcanzadas que nos niega la natura y centrémonos plenamente en adelante en aquellas que nos niega la sociedad. Partimos del principio repetido hasta la extenuación que vivimos en regímenes liberales democráticos —gran mentira esta, pero como para mi argumento cualquier otro sistema y sus mentiras me trae las mismas premisas, seguiré adelante—, en los cuales cedemos voluntariamente el monopolio de la violencia al estado que lo ejerce con mesura, para que nosotros podamos gozar de nuestras libertades regulando leyes y justicia cuando estas entran en liza unas con otras. Es todo tan bello que se me saltarían las lágrimas, pero mi psicólogo me dice que no lo haga ante las burdas patrañas y esta lo es por encima de todas.
Imaginemos a un ciudadano modelo, hombre ejemplar —perdónenme las feministas si uso el genérico masculino para hablar de ser humano, no imaginen por eso antes de ataques ad hominem a mi persona, que desprecio su historia e ideología y menos aún que esta me parezca deleznable—, este ejemplar que elige el estudio y el conocimiento en su vida, pues considera que sin él no hay vida plena, ni elección, ni por tanto libertad, se encuentra —tremenda, imaginativa y alegórica posibilidad voy a proponer— un vecino que ensucia su descansillo, un compañero que se escaquea y le carga de trabajo —el tiempo no es oro, es vida—, o, por poner cualquier otro ejemplo, un amable logsero del que hablábamos antes que conduciendo comete irregularidades que le ponen en peligro y no contento con eso muestra su mezquindad y frustración increpando a nuestro moderno caballero. Dejemos a un lado el honor y la honra, al menos de momento, y nuestro héroe en el zeitgeist actual le señala amablemente la infracción con ánimo corrector, que no sancionador —y aquí en el colmo de la imaginación de este escritor— el interpelado sorprendentemente no reconoce su error, sino que hasta le vuelve a increpar y me atrevo que hasta agredir o zarandear. Volvamos pues con esa hombría de bien, ya que si no se puede mantener la libertad y la corrección habrá que defenderlas en justicia.
El imaginario protagonista, lego en materias de defensa física ya que en su intelecto las desprecia, mira con denuedo la presencia policial que no ocurre, y después de zaherido su honor —librémoslo de más daño en esta recreación— aparece un eficiente servidor policial del estado que les interpela y donde el agresor acostumbrado y naturalizado a estos lances miente más que habla y distorsiona buenos, malos, atacados y atacantes. El otro, mientras, confía en el inútil deseo de verdad. El cauto policía, también logsero, pero en este caso armado con beneplácito estatal, aplica la justicia después de recabar los informes a testigos —¡Válgame Dios que desdicha también compañeros en multipropiedad de un certificado escolar compartido entre todos ellos y con el atacante!— y ejerce su arbitraria justicia. Arbitraria como todas aquellas que dependen de la estadística e injusta como todas las que son arbitrarias.
Que zarandeado, ajado, insultado y desconfiado, el caballero sin espada comprueba que carece de libertad y aquí también de seguridad.
Hagamos que deje su conocimiento intelectual y se centre en el más material de su defensa y en placeres más mundanos. ¿Pero se puede alcanzar la libertad si el conocimiento de la misma, sin los límites de la creación intelectual siendo una burda bestia que solo busca satisfacer sus sentidos?
Acaso no sería mayor sufrimiento este noble Lancelot si lo formamos, supongamos, en defensa personal, estudios académicos superiores, empatía y bondad humana. Sin embargo, este maravilloso, e irreal, ser no tendría un mayor sufrimiento ante la injusticia de la vida y la impotencia de cambiarla.
Quizás la reflexión nos lleve más al individuo y por el contrario el lector piense en una libertad más espiritual, más como principio al que aspirar y manifestar que como realidad alcanzable. Cierto, meditemos sobre ella.
Añadamos a nuestra falta de libertad natural y social (y de seguridad) nuestra carencia de otras. ¿Puedo acaso, sin peligro social, judicial y de vida, cuestionar cualquier mainstream? Juzgar de forma negativa las migraciones, cambio climático, el feminismo o cualquier religión —no sé, de esas que luego amenazan con acabar con tu vida—, sin sufrir acoso o persecución.
Falta de libertad actual. Excesiva hipercorrección. Revisionismo histórico o millennials flojos… todo eso y más juzgará algún lector. Pues no, eso tampoco, siempre existió límites a la creación. Sino que se lo pregunten a Aristófanes que pudo ser crítico con Atenas mientras está fue poderosa y ningún mal real hacía su producción intelectual, pero libertad cortada —y por tanto inexistente— cuando la polis que censuraba era débil.
Pensará también el lector que estas opiniones no son más que simples críticas y por tanto limitadas —ya señalábamos que unas libertadas limitad con otras en un estado democrático y bla, bla, bla… —. Bien entonces señalemos, imaginariamente por supuesto, un sociólogo —discúlpenme otra vez el uso masculino del ejemplo, en mi descargo decir que creo menos en ellos que en los psicólogos— hace un estudio en el que dice que las conductoras, sí mujeres, son peores que los hombres y no paran en los pasos de cebra ante los peatones. Si no se da una sui generis explicación culpando al patriarcado o algún tema similar, será sancionado social y académicamente más allá de su investigación e independientemente de sus pruebas. O algún y otro necesario colectivo subvencionado creado por politólogos —Necesarísima profesión esta.
Imaginemos aún más, solo a nivel teórico claro esta porque la evidencia es abrumadora, que un historiador —creo que no es necesario que indique lo que pienso de ellos y de su oficio— cuestione a la baja los seis, o siete señalan actualmente, millones de muertos judíos durante el Holocausto. No solo sería perseguido socialmente sino castigado legalmente en la mayoría de países occidentales. Algo que no ocurriría si con el mismo procedimiento analítico subiera esta cifra a, digamos, ocho millones o gitanos del Porraimos y homosexuales —con permiso de Röhm y del libro de Lively y Adams— a uno o dos cada uno.
Casos extremos se puede señalar, pero conviene recordar ahora las curiosas explicaciones de los antropólogos —de estos ya ni hablo— en el deformante pasador del pene en Borneo, que en realidad según ellos no es un deseo compulsorio de las féminas a los varones, sino pese a su carácter destructor del falo masculino es un deseo de su propio orgullo viril. O del libro de Wade “Una herencia incomoda” donde desde un punto de vista científico habla de las razas y hasta el último logsero analfabeto lo critica sin distinguir codones de subvenciones.
En fin, poca libertad, y menos seguridad, hasta ahora se ve. Tal vez se disponga que podemos elegir a nuestros gobernantes y tal vez, los modelos de participación ciudadana sean cada vez mayores, viéndose como una necesidad acuciante en los países occidentales. Dejaré la crítica de estas falacias para otro escrito —si los editores en su libertad me lo permiten—, ya que no hay ni ha habido un sistema que permita al gobernado seleccionar con autonomía sus principios ideológicos. A ver tu chaval, sí, sí, tú. ¿Este año qué quieres? ¿qué te has cansado de comunismo? ¿a qué anarquismo nada, que ya lo probaste hace dos selecciones y no? Vale. Pues vete para allá, por la zona del Duero esta la región neoliberal-capitalista, pero ponte a la cola que llegas el último y eso se pena.
No, no hay derecho a decidir. Mal que pese a los que los años precedentes repiten cansinamente esta frase, no siendo más que un referéndum al estilo amado líder sí o no —en ese desafortunado caso danos tu nombre y dirección— sin matices, sin claros ni muchos oscuros como es la realidad.
Cerremos el círculo del discurso, que en mi libertad he hecho todo lo errático que mi intelectual público del heimin me ha permitido.
¿Acaso un estado, alguna sociedad, ha permitido la elección del estado natural del individuo? La verdadera libertad humana. Es más, cuál sería esta: la bondadosa de Rousseau donde todo el mundo es bueno o la maléfica de Hobbes donde se necesita el estado protector para no ser devorado por los otros hombres —feministas y asociados lean seres humanos—. De ser el primero dejemos, tras un extraño e irreal limbo, a este noble samurái, caballero sin espada moderno, libremente correteando por la natura. Obviamente desnudo y apareándose al gusto en maravillosa correlación con otros especímenes en voluntad mutua y carentes de maldad alguna. Mas pensemos que nos aparece, en clan de macacos mamporreros el logsero zaheridor de antes junto a su clan y arruinan la bucólica escena.
Entonces qué estado de libertad sino confinado con adecuado espacio y con seres queridos nos daría Hobbes. Quizás fuese el anuncio engominado de una vivienda unifamiliar americana. En nuestro caso un confinamiento pandémico donde en unos meses cedemos una libertad relativa de espacio, por una seguridad de mayor presencia policial y reglas algo más precisas de circulación. En limitado e imaginario, como todos, paraíso, en este caso domiciliario. Añádase si gusta una familia querida y un tiempo de disfrute en libertad con ellos que normalmente la rutina laboral y el estrés diario impide. Y en colmo de imaginación, si el lector gusta estas filias, sexo marital abundante y de calidad.
Pues sí, valga todo este circunloquio, para que el amable lector si hasta aquí a llegado, le confirme que no creo ni en libertad, ni en seguridad, pero estos meses cual utopía —o distopia o ucronía— nos ha permitido una pequeña quimérica burbuja de ambas, donde nuestro héroe disfruta de los suyos, crea, lee en su más o menos concreto hortus conclusus y ve aquello que desea y la tecnología le proporciona, más de lo que nunca antes o después la sociedad y la natura le permitirán.
Cuesta dar las gracias a estos gobernantes por esta medida —no por nada personal contra ellos sino por su aciertos casuales tal como señalaba Platón y un anciano sabio griego que tanto amaba a los niños no puede mentir—, así que demos el agradecimiento a un ser entre la vida y la materia, agradezcamos a un ente no consciente ese virus, como otras veces la impersonal tecnología, esos pequeños tiempos de placer donde nos creímos en nuestro hogar libres y seguros.