¿Necesita México una nueva Constitución?

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Navegando un rato libre en las redes sociales −ese bendito espacio no físico del siglo XXI que permite la libertad de expresión, el comercio y las fake news− he notado el revuelo que causó en México la noticia de que en Chile se celebrará una Convención Constitucional que dará lugar a una nueva norma suprema que sustituya a la promulgada por Augusto Pinochet en 1980.

Algunos comentarios de cibernautas mexicanos apoyaban que esa idea se replique en México y que se debiera convocar a un nuevo Congreso Constituyente para reemplazar a la Constitución que tenemos desde 1917, producto de la Revolución Mexicana de 1910.

Dado lo interesante del tema, comparto mi opinión respecto al porqué México no necesita una nueva Constitución.

Es innegable que la Constitución mexicana ha sufrido momentos de crisis en los que su texto ha sido adorno político, principalmente durante el periodo hiperpresidencialista del siglo XX en el que la división de poderes era presumiblemente simulada, principalmente por el debilitamiento institucional en que se encontraban los Poderes Legislativo y Judicial que no ponían resistencia a la voluntad presidencial.

Esto fue así hasta la crisis de legitimidad en que se vio envuelto el partido oficial que se mantuvo 71 años ininterrumpidos en el poder y, en un intento desesperado por retenerlo, decide compartirlo, primeramente en las Cámaras del Congreso con la incursión de los legisladores de representación proporcional y primera minoría; después, al desprender del Poder Ejecutivo la rectoría electoral −que en ese entonces dependía de la Secretaría de Gobernación− y crear un órgano de gobernanza electoral dotado de autonomía −el otrora Instituto Federal Electoral, hoy Instituto Nacional Electoral−.

Esto, junto con la reestructuración al Poder Judicial de la Federación en el año 1997, terminaron por fortalecer a instituciones políticas que ahora podían considerarse aptas para ser un contrapeso al Ejecutivo Federal, al dotárseles de condiciones normativas y materiales.

De nada servía como contrapeso un Congreso que estaba raptado por un solo grupo partidista. Fue más que necesario abrir el espacio para que las minorías accedieran a curules y escaños y llevar el debate parlamentario, pues sin esa oposición partidista, el Poder Legislativo estaba impedido de ejercer su función de contrapeso; no era otro poder, ni era un Congreso.

De esa experiencia podemos aprender algo interesante:

  1. Las Constituciones llegaron para quedarse el mayor tiempo posible. Por eso se reforman, para adaptarse a la dinámica social y mantener una estabilidad constante.
  2. Es el fortalecimiento institucional la clave. Mientras las instituciones cuenten con elementos reales y recursos para llevar a cabo las funciones encomendadas por la propia constitución o por alguna otra norma, estas tienen más posibilidades de cumplir sus funciones de una manera más cercana a lo que la norma le ordene. De lo contrario, la norma ordenante será ineficaz.

Aunque en México se convoque a un nuevo constituyente del que resulte una constitución nueva, si no existen los recursos y condiciones para que estas cumplan sus funciones, el texto constitucional −fuere cual fuere− será letra muerta.

Con esto, podemos responder que México no necesita una nueva Constitución. México necesita fortalecer a sus instituciones políticas, dotarles de recursos e impulsar las condiciones óptimas para que cumplan las funciones que tienen encomendadas.

Por otro lado, podría considerarse a la corrupción algo que está arraigado en las instituciones públicas mexicanas y que justifique la desaparición de algunas de ellas. Esto es más que errado en la mayoría de los casos, pues hay instituciones que son el resultado de la evolución política y su desaparición traería consecuencias peores. Sería como matar a un enfermo en vez de darle tratamiento médico.

El buen estadista debe identificar la raíz del problema y aportar una solución para corregirlo, debe atender la causa del problema. En este caso, si el problema es la corrupción −que podría considerarse un “problema maldito” por ser un problema público poliédrico y tener un arraigo no solo político−, entonces la clave está en establecer mecanismos de transparencia, rendición de cuentas y controles internos, no en desaparecer o debilitar a instituciones que costaron tiempo y esfuerzo −o hasta derramamiento de sangre− en fortalecerla y, con ello, mermó la inestabilidad política del México del siglo XX.

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