En un contexto estatalizado, carácter propio de las formas de lo político modernas, queda nulo en gran medida el denominado derecho de resistencia[1], el cual sólo tiene una aplicación práctica frente a la idea de gobierno, nunca de Estado[2]. Tal es el asunto, que el derecho de resistencia ha sido tan disuelto por lo estatal, que sólo cabe dentro de su estructura artificial la idea de la desobediencia civil[3], la cual, siempre presupone la obediencia al poder estatal, pero nunca el derecho de resistir a la opresión, cuyo origen medieval se puede remontar al tiranicidio que comenta Juan de Mariana[4], previa mención por Tomás de Aquino[5].
De igual forma, ante lo estatal sólo cabe la violencia, propio de la lógica que lo sostiene. Una violencia mucho mayor que implique doblegar a la fuerza que detenta el mando del aparato estatal, lo cual se traduce que, ante la potencia estatal, sólo cabe el golpe de Estado, como acción subversiva, violenta, siempre con el apoyo activo o pasivo de quien detenta parte de la estructura estatal y burocrática represiva, sea la fuerza armada, sea los cuerpos policiales, aspecto vital para un putsch exitoso. Es lógico, claro está, que para que la acción subversiva del coup d’etat tenga el efecto deseado, la violencia y velocidad deben ser supremas, hasta el punto que Gabriel Naudé[6] —creador del término golpe de estado hace más de 350 años—, lo compara al momento en que se ve «caer el rayo antes de oír el trueno en las nubes».
Ahora bien, tal es el carácter nugatorio que puede generar el artefacto estatal del derecho de resistencia, que pretende regularlo, sin embargo, bajo la fórmula de la desobediencia civil por medio de la Constitución y la ley, siendo el propio Estado quien dicta como se le debe desobedecer, siempre dentro de lo que él considere civilizado. Y precisamente lo hace con miras a evitar una vuelta a ese mítico estado de naturaleza al cual teme Hobbes[7], caracterizado no por el Leviatán, sino por su contraparte, Behemoth, es decir, el caos, desorden, anomia, salvajismo pleno cuya encarnación es la stasis[8]: la guerra civil.
Curiosamente, entre las diversas herramientas que, en la actualidad, usan li stati[9], la apelación, así sea nominal, a la democracia, es el bálsamo perfecto para que no se subvierta su orden, donde el procedimiento democrático evocado desde un fundamentalismo[10] cuasi religioso, dogmático e ideológico, se desdobla en una extorsión emocional en forma de interrogante: ¿votos o balas? Naturalmente, en la época moderna donde se procura una suerte de pax romana o paz perpetua kantiana[11], nadie desea la aniquilación del otro y procede a entrar por el carril democrático, cual oveja, guiado por los pastores designados por el statu quo y oligarquía[12] de turno.
Parece evidente que, en buena medida, dentro de lo estatal, la desobediencia la marca el Estado con pautas concretas, sea dándole permiso a los que quieren, muchas veces de forma ingenua, resistir a la opresión por medio de algunas presuntas libertades, tales como la de expresión, pensamiento y manifestación, entre otras, no obstante, nunca de forma violenta, siempre y cuando las personas descontentas, luego de haber hecho catarsis colectiva, vuelvan a sus hogares a seguir con sus vidas, pero jamás dejando de pagar impuestos, dado que quien forme parte de un infierno fiscal, debe sonreír como si estuviera en un paraíso fiscal.
Sumado a ello, nunca debe dejar de votar, dado que abstenerse fractura la credibilidad del sistema, poniendo en relieve su ilegitimidad, siendo la democracia como procedimiento de mayorías la fórmula de legitimación moderna[13]. Evidentemente, la naturaleza del voto no se perfecciona en elegir, sino en ratificar lo que ya se decidió por parte de la clase política de turno, más allá de la ignorancia racional e irracionalidad racional de quienes acuden a las urnas. Y es que, cuando se vota no se elige la resolución del problema, sino se pretende escoger quién presuntamente lo va a resolver —como decía Giovanni Sartori[14]—, dando la ilusión de que el pueblo decide, aun cuando esa votación, nunca elección, sea del pueblo contra el pueblo.
[1] Negro, D. (1992). «Derecho de resistencia y tiranía». En: Anales del Seminario de Metafísica. Madrid: Editorial Complutense. Número Extra.
[2] Negro, D. (2016). «Gobierno y Estado. Dos modos de pensamiento». En: Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid: Año LXVIII, Número 93, Curso Académico 2015-2016.
[3] Thoreau, H. (2012). Desobediencia civil. México: Tumbona Ediciones.
[4] Mariana, J. (1981). La dignidad real y la educación del rey (De rege et regis institutione). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. Pág. 70-85.
[5] Aquino, T. (1786). Tratado del gobierno de los Príncipes. Madrid: Imprenta de Benito Cano. Pág. 15-16.
[6] Naudé, G. (1964). Consideraciones Políticas sobre los Golpes de Estado. Caracas: Instituto de Estudios Políticos, Universidad Central de Venezuela. Pág. 112 y ss.
[7] Hobbes, T. (1980). Leviatán. Madrid: Editora Nacional.
[8] Agamben, G. (2017). Stasis: la guerra civil como paradigma político. Homo sacer, II, 2. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
[9] Machiavelli, N. (1899). Il Principe. Firenze: G. C. Sansoni, Editore. A cura di Giuseppe Lisio. Pág. 5.
[10] Bueno, G. (2010). El fundamentalismo democrático. Madrid: Ediciones Temas de Hoy.
[11] Kant, I. (1998). Sobre la paz perpetua. Madrid: Editorial Tecnos.
[12] Negro, D. (2017). «La ley trascendental de la política». En: Álvarez, E. (director). (2017). Altar Mayor. Madrid: Hermandad de la Santa Cruz y Santa María del Valle de los Caídos. Tomo 27, Año XXIX, Enero-Febrero. Pág
[13] Sobre el partido como órgano director y burócrata, expresa Sergio Raúl Castaño lo siguiente: «En esa línea, quien acate al partido seguirá formando parte de sus cuadros; sea cual fuere el descrédito que colectiva o individualmente haya caído sobre él al legislar, en las próximas elecciones podrá integrar el cuerpo de posibles alternativas que se ofrece a la ciudadanía. Y recuérdese siempre que quien elige no gobierna: sólo opta entre las alternativas sobre las que se le pregunta. Tal principio vale no sólo para el plebiscito y el referéndum, sino principalmente para el método de designación de los gobernantes propio del régimen vigente. En este último caso se opta, entonces, entre alternativas, pero entre las alternativas ofrecidas «desde arriba» por el sistema partidocrático. En efecto, el papel del pueblo, en los casos en que esté prevista su manifestación explícita, reviste la forma de aceptación o rechazo a una pregunta concreta formulada a partir de las opciones ya decididas por el poder vigente. Inobjetable y taxativa resulta así la sentencia del destacado constitucionalista contemporáneo Josef Isensee: «Soberano no es aquí quien responde la pregunta, sino quien la formula»». Véase: Castaño, S. (2014). «La legitimidad política en el Estado democrático-representativo. Breve examen desde la tradición clásica». Pág. 111. En: Revista europea de historia de las ideas políticas y de las instituciones públicas. (2014). No.7. (Ejemplar dedicado a: Estudios de Historia del pensamiento jurídico y de las ideas políticas en homenaje a Michel Villey (1914-1987), con ocasión del centenario de su nacimiento), págs. 97-114.
[14] Sartori, G. (1989). Teoría de la democracia: El debate contemporáneo. México: Editorial Alianza Universidad.
4 comentarios
Excelente. Muy bueno.!
Muchas gracias por leerlo, Miguel. Un abrazo.
Muy interesante el tema tratado