El necesario Leviatán: La seguridad frente a la libertad

Como recuerda Thomas Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre. Su estado natural es de guerra continua de todos contra todos. Necesita de alguien que, a cambio de su libertad, le proteja, le dé seguridad.

Hoy en día, en un conjunto de sistemas democráticos liberales que imponen su cosmovisión en la defensa de las libertades y la separación de poderes, cada vez que un gobernante trata de imponer el monopolio de la violencia legítima del Estado en términos weberianos, las distintas corrientes demócratas y liberales saltan y defienden su posición como si la seguridad, que en su lado más extremo es el totalitarismo, fuese algo malo o negativo per se.

Sin embargo, todos los regímenes democráticos actualmente tienen cierto margen de maniobra, a través de los regímenes de excepción tan defendidos por Carl Schimidt y cuyo paradigma es el conocido artículo 48 de la Constitución de Weimar que permitió desmontar a Hitler el sistema democrático de hecho y de derecho a través de su Ley Habilitante, para imponer la coerción estatal frente a la libertad individual.

De hecho, la propia Constitución francesa de 1958 permite, en su artículo 16, la institución de lo que la doctrina ha dado en llamar “dictadura democrática”, concediendo los máximos poderes excepcionales al Presidente de la República, con cierto control parlamentario. Por no hablar de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio del artículo 116 de la Constitución Española de 1978, que en última instancia de su máximo nivel de excepción -el Estado de Sitio- permite suspender las libertades de habeas corpus, detención máxima, asistencia de abogado en diligencias policiales y judiciales, secreto de las comunicaciones, inviolabilidad del domicilio, libertad de circulación, libertades de expresión e información con su secuestro administrativo de las publicaciones, derecho de reunión, de huelga y de adopción de medidas de conflicto colectivo, controlando el país una autoridad militar sin límite de tiempo.

Al igual que ocurre con otras figuras de regímenes excepcionales de Latinoamérica, la democracia, en aras de la seguridad frente a la libertad, se convierte temporalmente en una especie de dictadura, controlada en ocasiones por el parlamento. Y es necesario en no pocas ocasiones para proteger el bien común: la salud, la vida, la integridad territorial, los propios derechos fundamentales…

Ya sea para proteger la salud de la población en una pandemia a escala mundial que colapsa el sistema sanitario, o en el terrorismo global  que atenta contra la propia vida y los valores liberales occidentales, ese Leviatán del que habla Hobbes es más necesario que nunca, para proteger en última instancia la integridad de los ciudadanos y de la propia nación como sujeto soberano institucionalizado a través del Estado.

Así por ejemplo, España ha utilizado en tres ocasiones lo que se podría catalogar como “régimen de excepción”. La primera vez fue el Estado de Alarma declarado durante mes y medio por la crisis de los controladores aéreos de 2010 tras la huelga correspondiente, arguyendo “calamidad pública”. La segunda ocasión fue la aplicación del artículo 155, controlando por vez primera una Comunidad Autónoma, Cataluña, suspendiendo momentáneamente la libertad política de un ejecutivo autonómico, tras la declaración unilateral de independencia en el parlamento catalán durante escasos segundos, siendo interpretado como una afección al interés general de España y un incumplimiento de sus obligaciones, durando el tiempo necesario para la convocatoria de nuevas elecciones autonómicas. Por último, el más reciente Estado de Alarma declarado el 14 de marzo de 2020 con motivo de la pandemia por el coronavirus COVID-19 que supuso la pérdida de las libertades de circulación y reunión física, a fin de contener la expansión del virus y el consecuente colapso de todo el sistema sanitario, ya de por sí saturado.

En las democracias, la protección de la seguridad frente a la libertad tiene unos límites: la proporcionalidad en la propia protección a fin de no afectar de sobremanera los derechos y libertades, el control parlamentario, depositario de la representación de la soberanía nacional, y la limitación temporal a fin de no suspender las libertades de forma permanente.

Así, se hace bastante necesario, para proteger al pueblo, que un necesario Leviatán expanda todo su poder, de forma temporal, proporcional y controlada. La protección del Estado, su propia supervivencia como ente protector de la integridad nacional y de la seguridad de todos sus conciudadanos, es básica para la propia integridad física de las personas, es decir, la vida, que es el derecho sin el cual el resto de derechos no existirían.

Por otro lado, como politólogo, si bien demócrata convencido, no puedo dejar escapar la esencia del totalitarismo y el autoritarismo como sistemas políticos tan legítimos como las democracias. La protección de la nación soberana, como se ha comentado anteriormente, si bien a través de una cosmovisión muy concreta de tendencia comunitaria, se convierte en crucial para los sistemas dictatoriales.

Bien sea el Chile de Pinochet y la España de Franco o la Cuba de Castro y la República Popular China, los sistemas autoritarios o totalitarios tratan de imponer su cosmovisión controlando férreamente a todo el pueblo, haciendo prevalecer en todo momento de forma permanente la seguridad del Estado o de la Nación frente a las libertades individual. Además, carecen de todo tipo de control institucional al no existir una oposición real, mucho menos un parlamento efectivo con fuerzas opositoras que contrarresten el excesivo pero en ocasiones necesario poder del Estado.

Es la principal diferencia frente a los sistemas democráticos: la permanencia de la seguridad frente a la duración determinada de las democracias, el uso absoluto y monolítico del poder frente al control parlamentario pluralista, y el exceso frente a la proporcionalidad.

Les pongo un ejemplo muy claro: en un régimen excepcional democrático sigue persistiendo el propio Estado de Derecho y una teórica separación de poderes que permite al ciudadano que considere ilegítimamente vulnerados sus derechos fundamentales acudir a la justicia, mientras que en una dictadura eso no es posible, y solo hay mera protección retórica.

En definitiva, la seguridad del pueblo, de la ciudadanía, debe prevalecer frente a la libertad, aunque temporal, proporcional y controladamente coarten la libertad individual. Por pura supervivencia. Por eso necesitamos un Leviatán frente a nuestras libertades, aunque la mayor parte del tiempo es que ese Leviatán permanezca dormido.

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