23F: una historia «real»

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El 23 de febrero de 1981, hace 40 años, hubo un intento de golpe de Estado en España. Conocido como el 23F, este episodio de nuestra historia reciente aún es objeto de controversias, debido a una Ley de Secretos Oficiales de origen franquista.

La versión oficial es la siguiente: un destacamento de la Guardia Civil bajo el mando del Teniente Coronel Antonio Tejero Molina, apoyado externamente por el Capitán General de la III Región Militar de Valencia, Jaime Milans del Bosch y Ussía, asaltó el Congreso de los Diputados mientras se debatía la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo presidente del gobierno de la UCD, tras la dimisión de Adolfo Suárez. Posteriormente, se descubrió que el verdadero impulsor fue el General Alfonso Armada, exsecretario de la Casa Real, que pretendía con la llamada «solución Armada» dar un «golpe de timón», ser investido Presidente del Gobierno con el Congreso en pleno secuestrado, y conformar una especia de gobierno de concentración nacional donde se encontrasen representados socialistas y comunistas.

En España, muy acertadamente, se sigue el modelo alemán de la moción de censura «constructiva» en el artículo 113 de la Constitución. Mientras que en otros países como Italia la moción de censura simplemente hace dimitir al gobierno para convocar elecciones, en el modelo alemán y español se exige la propuesta de un candidato alternativo que se entiende investido con una mayoría absoluta de la Cámara.

Además, al contrario que sucede en el nivel autonómico y en el nivel municipal, en los que sí se exige que los candidatos sean diputados o concejales, a nivel nacional no se exige, ni en la moción de censura ni en la investidura ordinaria del artículo 99 CE tras las consultas del Rey, que el candidato sea diputado. Tenemos el claro ejemplo de Pedro Sánchez, que no era diputado cuando fue investido en 2018 tras la primera moción de censura exitosa a nivel nacional en nuestro país.

Por tanto, lo planteado por Armada no hubiera sido tan inconstitucional como pareciera. Si bien, se debería de haber planteado mejor: negociaciones previas y moción de censura contra Suárez proponiendo al general Armada como candidato. Los números en ese momento hubiesen dado si se hubiese puesto de acuerdo parte de la UCD, el PSOE, el PCE y AP.

Lo curioso de todo esto, a efectos politológicos, aparte de la legitimidad que se ganó el Rey tras su actuación pública, es la consiguiente actuación del monarca a efectos constitucionales, de una forma bastante inteligente: convocó una Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, actualmente regulada en la Ley del Gobierno, con el fin de evitar un vacío de poder: el Consejo de Ministros está secuestrado en el Congreso, pero los Secretarios de Estado como nombramientos políticos y subsecretarios como los más altos cargos a nivel funcionarial en un ministerio, seguían funcionando en sus distintos ministerios. ¿Qué mejor forma que asumir de forma provisional el poder ejecutivo un órgano compuesto por una mayoría de funcionarios?

Aparte de lo anterior, recordemos que se convocó una Junta de Jefes de Estado Mayor, pero subordinados a la comisión gubernamental provisional. Así, los militares no tendrían especial protagonismo, ni para lo malo ni para lo bueno, dejando simbólicamente claro quién mandaba.

Cuestión distinta es lo que sucedió en la jefatura del Estado y conocer las verdaderas intenciones del entonces monarca constitucional. Los datos actuales animan a pensar que el Rey no instigó el golpe. Además, habiendo tenido los máximos poderes heredados de Franco, hubiese resultado absurdo que él mismo los sacrificara con el fin último de volver a utilizarlos. El Rey se debe a la Constitución que le otorga legitimidad. Si se descubriese dentro de 10 años, cuando se levante el secreto de sumario del 23F, que el Rey definitivamente participó, se produciría un hecho muy grave que replantearía no solo el mito sobre el que se ha regido, nunca mejor dicho, la figura de Juan Carlos I, sino la legitimidad de los cimientos del propio Estado en uno de sus mitos fundacionales del actuar régimen político democrático.

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